miércoles, 31 de julio de 2013

De mayor yo quiero ser un clásico (2)

... pero no de tan mayor: digamos que como Eduardo Lizalde en estas lecturas...


Cada cosa es Babel

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El amor es otra cosa

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 El tigre en celo

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Profilaxis

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domingo, 28 de julio de 2013

Fondo y desierto del poema

Dos textos de Mario Montalbetti


Fondo del poema


Nada seduce más al hombre, no el paso meditado de la sombra de
un animal, no la vida, no el ojo negro de la muerte, no la muerte, no
la tenacidad del deseo, nada seduce más al hombre que un abismo.
Ante él, el hombre siente una indecible necesidad de arrojar algo,
una envoltura de papel, una moneda, una idea, lo que sea, incluso a
sí mismo, con tal de verter algo en su largo vacío. Y esto es lo más
curioso: si no encuentra nada que arrojar, hace algo plenamente
romántico: escupe. Y luego sigue con la mirada las evoluciones de
la mancha blanca de saliva deformándose en el aire durante su caída.
Digamos que dura cinco segundos.

Hay abismos  morales, sexuales, psicológicos. Hay también abismos
poéticos, versos que caen de barrancos marrones a playas de arena
negra, acompañados de la mirada absorta del poeta que se deleita
con las contorsiones de las sílabas abismo abajo.

La mancha blanca llega al fondo. La mirada absorta no llega a él,
solamente lo intuye y es siempre lo mismo: un esplendor blanco,
algo que sobrevive, una tercera cosa, y una inconsolable felicidad.



Fin desierto
(fragmento) 

hay un desierto a la deriva
enterrado entre tormentas
hay un escorpión inteligente

tallado en cada muerte
y hay una muerte tras otra

entusiasmadas con la religión
aves frías te golpean la cabeza
y aprendes enseguida

hay un río dentro del río
fabricando fiebres delicadas
hay una puerta detrás de la puerta

y un bizcocho detrás del mundo
excavamos en los días de la tiza
vertebrado / invertebrado

escribimos para tapar los hoyos
  y reparar las faltas

hay un ángel de barro acantonado en posición fetal
y al fondo un enemigo intolerante

hay un musco que contiene réplicas
  de todo lo que has oído
hay un libro que repite todo lo que escribes
y otro que escribe todo lo que repites

hay un sol partido en dos
y una sombra espesa en la escisión

hay un perro perdido en el ojo de la horca
(cada línea es un río una calle un color imaginario
un número irracional en medio de una suma infrecuente
el rostro cambiante de una ventana un amanecer en tu boca
una lápida una lápida que no coagula…

porque cada línea contiene su propia ausencia
porque cada línea no importa

la escala termina con la forma
  los ritmos y las texturas se desbandan sobre las dunas
la aridez se hace rama inquebrantable)

de todas las huellas / escoge la del desierto
de todos los sueños / el de las bestias
de todas las muertes / escoge la tuya propia

que será la más breve y ocurrirá en todas partes
decimos nada sobre todo
buscando a aquél que lo dice todo sobre nada

sobre la mesa hay animales vivos y flores amarillas de montaña
muertes simples que se clavan en la tierra como estacas de plata
estampas de los santos gregorio santiago y benedicto

la luna vacía y el sol de invierno
los pies de aquellos que pisarán los granos esta noche
los tambores los cuernos en espiral y agonías que besan los cielos
el violón de madera balsa las cuerdas de metal

todo está sobre la mesa
sobre la mesa las hojas de coca y los nevados
y los ríos de obsidiana

las piedras que se repartirán a medianoche
y la medianoche entera
besando el corazón de un cóndor y la voz de una mujer
que irá de casa en casa buscando a sus familiares todo esto

todo esto está sobre la mesa
¿por qué lo hacen de esa manera? así lo hacen así lo
hacemos

sobre la mesa las tormentas y los vientos y los lagos
de altura
la sed continua de las gargantas en las islas

el diario secreto de las amazonas
el manojo de rosarios cuyas cuentas no conocen
todavía
el paso fugaz de las yemas hacia la redención

todo está sobre la mesa todo esto
así lo hacen así lo hacemos
cañas negras vibran entre sus labios
saliva espesa lame las caries negras
cerdos de patas negras con negras circuncisiones
merodean en silencio

todos lo saben todos los han visto
y están todos ciegos de ver tanta ausencia

se ha ido

miércoles, 24 de julio de 2013

Las personas del verbo: programa sobre poesía y esas cosas


Las personas del verbo es un programa de Onda Regional de Murcia (ORM) en el que se habla de "poesía y esas cosas", como dice con bastante ironía su conductor, José Antonio Martínez. En sus archivos hay de todo aquello de lo que rara vez se oye en la radio: ediciones, traducciones, poetas de todas las latitudes y lenguas. Entre las más recientes, una conversación con Andrew Anderson acerca de la edición ¿definitiva? de Poeta en Nueva York y una con un servidor que también sirve para ocupar un rato ocioso... y otra con Jaime Siles y otra sobre haiku y otra con Juan Carlos Mestre y otra con Darío Jaramillo Agudelo y otra con lecturas de Lezama Lima y otra y otra... les dejo aquí mis diez temas favoritos, útiles para noches de insomnio, viajes en autobús, el metro, amamantar al niño, amasar pizza, guardar la entrada de un edificio, poner los pies junto a la chimenea, arreglar motores, armar rompecabezas... o simplemente sortear un largo verano.  

Programas como este son un pequeño milagro que conviene disfrutar como tal.









domingo, 21 de julio de 2013

Misterio y claridad de Carlos García Miranda



CGM al otro lado de la mesa (2011)

…la llama que arde con la vela, no la vela…
- Eugenio Montejo, Lo nuestro.

Carlos García Miranda (Lima, 1967-2012) falleció inesperadamente hace poco más de un año, dejando una obra ya consolidada y una buena cantidad de inéditos. Profesor de la Universidad San Marcos de Lima, filólogo, novelista, editor y poeta, de natural inquieto y curiosidad mordaz, su obra apenas comienza a ser valorada críticamente. Estas notas recuerdan al amigo y ofrecen algunas claves de su trabajo.


Incluso para sus más cercanos, Carlos García Miranda era un misterio de un tipo raro y fino: el misterio que proviene de la claridad y hacia ella se dirige. Hablaba poco de sí mismo, por no decir que no hablaba nada; daba poco a leer su propia obra, por no decir que no la daba, por igual la inédita que la publicada; hablaba poco de su investigación literaria, por no decir… Bueno, ¿qué quiere decir poco? Poco quiere decir lo suficiente para que uno supiera de sus muchas aficiones y las compartiera, estuviera al tanto de sus proyectos editoriales y se entusiasmara con ellos, se riera de los chismes del ambientillo literario limeño o madrileño. Pero nada más. Uno sabía de Polo de Ondegardo, de Huamán Poma y de los enigmáticos manuscritos milaneses que constituían su investigación literaria. Sabía también de sus cuentos y de sus novelas y poemas, de sus anotaciones en los varios blogs que a veces ponía al día; sabía de sus planes para publicar sus trabajos e incluso de los materiales que preparaba para sus clases en San Marcos, pero después de charlar con él varias veces a la semana había algo elusivo y muy vivo que se iba en medio de la conversación hacia no se sabe dónde, un resquicio inaccesible. Con el tiempo, con una amistad de por medio y con toda su obra leída, uno acababa por entender que eso elusivo y a la vez claro era la materia de su narrativa y de su poesía.

Los dos libros de narrativa publicados por Carlos García Miranda, Cuarto desnudo (Lima, Dedo crítico, 1995) y Las puertas (Lima, Dedo crítico, 2002) giran en torno a un tema casi único; la relación entre el adentro y el afuera. Los personajes que aparecen en la novela, y en particular el principal, Martín, un escritor primerizo que nunca termina su libro, transitan entre espacios cerrados, casi siempre asfixiantes, y espacios exteriores más bien fantasmales, parecidos quizás a Lima, a la Lima moderna que se inventó con La ciudad y los perros, una ciudad que tiene tanto de realismo sucio como de melancolía criolla. En la transición de un ámbito a otro, en ese resquicio dudoso, García Miranda veía un espacio estético y ético. Los personajes de Cuarto desnudo, seres marginales que viven por y para la calle, que se asoman de vez en cuando a una plaza donde atenta Sendero Luminoso y que luego se refugian en una interioridad de cuartos raídos, sufren una dislocación temporal (viven en un tiempo que no les gusta), espacial (el resquicio) y anímica (la desnudez). El que para mí es el más logrado de los nueve cuentos del libro, Ventana doble, logra que el lector perciba esas dislocaciones desde la perspectiva del propio personaje:

"Sentado al borde de su cama, Aníbal Lam miraba ensimismado la ventana. De pronto no le pareció que fuese tan solo una ventana, sino también un cielo por donde surcaban frágiles nubes que eran como sombras o como ríos subterráneos [...] Súbitamente Aníbal Lam se imaginó que abría la puerta y salía hacia la plaza y se sentaba sobre un banco de cemento. Frente a la plaza había una iglesia [...] Se imaginó la voz del párroco, el brillo metálico del cáliz, la música envolvente del órgano [...] Se imaginó todo aquello, pero luego cerró los ojos espantado porque también había imaginado el desmoronamiento súbito de los iconos, los capiteles, las columnas. Luego, como entre brumas, Aníbal Lam entrevió la figura menuda, frágil, de una niña que corría tras unas palomas grises. Entonces se imaginó que la niña se hacía mujer y que ya no corría tras palomas grises, sino tras él y que juntos se escondían y huían hacia el ropero de la infancia [...] Súbitamente todo fue tragado por la acumulación incesante de rostros, de gente que caminaba, desesperada, de un lado para otro [...] De pronto, un puño enorme surgió de entre ese marasmo de cuerpos y voces, golpeando algún lugar de su cabeza, dejándolo estático. Cuando reaccionó, se encontraba en medio de su habitación, bocabajo, en el piso, entre un montón de periódicos húmedos y sucios. Se levantó, vio la puerta entreabierta. Vio también la figura enorme de la iglesia, a una niña jugando en medio de la plaza, a una pareja apretándose desesperadamente contra un árbol inmenso, y más lejos, a un grupo de gente amontonándose alrededor de un titiritero."

El lector asiste, en tres páginas, a la proyección hacia afuera y hacia adentro del personaje y puede casi verlo, como si fuera un cortometraje. La condición plástica de la narración de García Miranda, algo que tiene en común con autores contemporáneos que lograron ir más allá del realismo sucio gracias al cine, como Bellatín o Fadanelli, es una de las señas más atractivas de su escritura, que está llena, por otra parte, de guiños para los iniciados. Pero no hay nada de ese irritante filmografismo technicolor de alguna novelística reciente hispanoamericana: todo es blanco y negro. O más bien, el espacio gris entre uno y otro.

Ruido adentro, un cuento no recogido en libro (http://www.ficticia.com), ilustra con admirable precisión y brevedad ese espacio gris, encarnado en una mujer que siente ruidos por la noche:

"En la madrugada ella sintió un ruido tras la puerta de su habitación. Un ruido en el corredor. Esperó unos segundos arropada en su cama. El ruido continuaba ahora en la sala. Estaba segura de que era en la sala. Entonces se levantó. Fue hacia la puerta. Se apretó contra ella. El ruido seguía. Esta vez en la cocina. Ella volvió a su cama. Sin éxito buscó algo en su velador. Insistió debajo de su cama, su almohada, entre sus sábanas. Nada. Luego, terminó quedándose mirando largamente la puerta. Al otro lado, el ruido proseguía en toda la casa."

El espacio cerrado y el ruido adentro a veces da paso también a una realidad cáustica y alucinada. Cazadores, otro cuento de 2003 no recogido en libro (http://www.ficticia.com), narra la delirante historia de la imprenta portátil con la que un grupo de autores consagrados maldice y fagocita a los autores nóveles mediante la publicación de míseros tirajes.  El afuera de ese cuento (como ya el de los publicados en Cuarto desnudo) no es un afuera oxigenado y agradable, sino inquietante y un tanto inútil. La dicotomía de los dos espacios es más visible, si cabe, en la novela Las puertas, que no en vano lleva como título ese instrumento limítrofe que separa el territorio personal del colectivo, el espacio privado del público. Los diferentes fragmentos (setenta), bien conciliados en la estructura general, narran las idas y venidas de un joven escritor, muy parecido a ese que aparece luego en Cazadores, en la escritura de un libro interminable (23, p. 58):

"He leído el manuscrito de mi libro una vez más. ¿Qué decir? Tal vez que está incompleto. Le faltan los olores que sentí mientras lo escribía. Esos olores de las plazas públicas, las aulas, los bares, mi cuarto, aquel baño en ese cine maloliente y el cabello de C. También las voces. La de la gente, mis amigos, mi viejo, mi hermano, mi voz y otra vez C. Y podríamos agregar mis visiones. Una calle que se bifurca en la mirada pastosa. El sol sobre los cables de luz haciendo chispas sobre mi frente sudorosa [...] Es un libro incompleto. Le falta mis ojos, mi boca, mis orejas, mi estómago, mi mente, mis riñones. Le falta mi humanidad. ¿Y entonces qué debo hacer? ¿Pedirle la copia a Bellini? ¿Retirarlo del concurso? ¿Llevarlo a la playa y lanzarlo al mar? ¿Quemarlo en mi cuarto y yo con él?"

El constante recurso de mise en abyme que Garcia Miranda toma con sorna del Nouveau Roman, que es la fuente, aunque sea a modo de caricatura, de Las puertas, le permite olvidarse del tiempo y a veces incluso de la narración en cuanto tal. Y le permite también una buena dosis de ironía que ya apuntaba en los cuentos del libro anterior. Los relatos de ambos libros son inquietantes y deben mucho a las técnicas del género negro que García Miranda conocía bien y trasladaba a situaciones cotidianas. El único cuento de ese género tout court publicado por el autor es totalmente irónico: las peripecias de un asesino que se queda con el perro de su víctima (Antología del relato negro, vol. III, Madrid, Ediciones irreverentes, 2011).

Pero es en su poesía, publicada escasísimamente, donde García Miranda daba más libertad a su productiva oscilación entre los espacios cerrados y los abiertos, tal vez porque el propio género soporta un grado mayor de paradoja. Dice en el poema Monólogo de un pájaro cruzando la lluvia:

Soy un pájaro, créanme
Sin alas ni plumas
Tan solo un par de patas cortas e inútiles
¡Pero cómo vuelo!
Corto con la punta de mi pico cielos
Multicolores
Nadie atrapa mi húmedo paso por el mundo

Soy un pájaro
Cuando miro el cielo desde esta altura de años
Y no temo caer

Mis alas de náufrago
Se hunden en la lluvia tierna
Y flotan
Como un raro vaho cortando el viento.

No en vano los únicos poemas publicados por García Miranda, Girasoles rojos y otros poemas, en el libro colectivo Relatos de tus poemas (Madrid, kit-book, 2011),  forman parte de un proyecto más amplio titulado Alado en tierra, iniciado en Lima a mediados de los noventa y rehecho, ampliado, reducido y meditado una y otra vez. En ese libro, presidido por la paradoja del título, el espacio gris que en la narrativa estaba simbolizado en las puertas está ocupado por el aire, la altura, el arriba y el abajo. Otro de los poemas:

Caída libre

La torre más alta del mundo está en Lima
Es tan alta,
Que se te va la vida en contemplarla por entero
Más aún
Los pocos que logran llegar hasta su cima
Ya no regresan
Se siguen de frente al paraíso

Misteriosa esa torre de aire tan fino y cortante que te saca definitivamente del aquí abajo y te lleva al allá arriba sin vuelta. Ya en un fragmento de Las puertas (15, p. 45) estaba esa aspiración, cortada allí por el diálogo de los personajes. En el poema, sin embargo, está directa y clara, como quizá García Miranda la veía.

Ahora mismo, leer la narrativa y la poesía publicada de Carlos García Miranda - hay inédita al menos una novela completa, El hombre de Pompeya, que formaba parte de un proyecto narrativo muy ambicioso- nos entristece por la obvia perspectiva de tener que verla ya como una obra cerrada; injustamente cerrada como ocurre con los escritores jóvenes que tienen un proyecto meridiano, nítido, bien cimentado, como éste, y que no hubo tiempo de completar. Pero con el tiempo, otra perspectiva se impondrá, la del lector sorprendido ante la claridad de esa obra y el misterio de ese proyecto. Misterio y claridad, al fin y al cabo, son los dos extremos entre los que se mueve la literatura, no hay mucho más.






* Publicado originalmente en el Fondo Documental Prometeo y en Red Literaria Peruana.

jueves, 18 de julio de 2013

De mayor yo quiero ser un clásico (1)

... y escribir poemas perfectos como Lo nuestro de Eugenio Montejo...

 



Lo nuestro

Leído aquí por Eugenio Montejo

Tuyo es el tiempo cuando tu cuerpo pasa
con el temblor del mundo,
el tiempo, no tu cuerpo.
Tu cuerpo estaba aquí, tendido al sol, soñando;
se despertó contigo una mañana
cuando quiso la tierra.

Tuyo es el tacto de las manos, no las manos;
la luz llenándote los ojos, no los ojos;
acaso un árbol, un pájaro que mires,
lo demás es ajeno.
Cuanto la tierra presta aquí se queda,
es de la tierra.

Sólo trajimos el tiempo de estar vivos
entre el relámpago y el viento;
el tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo,
el hoy, el grito delante del milagro;
la llama que arde con la vela, no la vela,
la nada de donde todo se suspende
–eso es lo nuestro.



Adiós al siglo XX 

                                                                                                       a Alvaro Mutis
            
Cruzo la calle Marx, la calle Freud;
ando por una orilla de este siglo,
despacio, insomne, caviloso,
espía ad honorem de algún reino gótico,
recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros
tatuados de rumor infinito.
La línea de Mondrian frente a mis ojos
va cortando la noche en sombras rectas
ahora que ya no cabe más soledad
en las paredes de vidrio.
Cruzo la calle Mao, la calle Stalin;
miro el instante donde muere un milenio
y otro despunta su terrestre dominio.
Mi siglo vertical y lleno de teorías...
Mi siglo con sus guerras, sus posguerras
y su tambor de Hitler allá lejos,
entre sangre y abismo.
Prosigo entre las piedras de los viejos suburbios
por un trago, por un poco de jazz,
contemplando los dioses que duermen disueltos
en el serrín de los bares,
mientras descifro sus nombres al paso
y sigo mi camino.



* de Alfabeto del mundo, México, FCE, 2005.

domingo, 14 de julio de 2013

Siga a esa vaca

Cuatro poemas de Enrique Fierro


nada se desvanecerá
como el recuerdo del huésped de un día
la línea divisoria
la línea divisoria
que todo iba a empezar
con cinco distintas maneras
de enfrentarse a un fresno
el único fresno:


Antigua luz

presumida elegante libertina
antigua luz que sube graderías
peldaños
                y miríadas de mirlos
que todos miran más allá del día
sin doctrina ni sombra ni demonio
donde cantan altivas serenatas
que escriben las derrotas del que nada
y los ríos de sangre del que nace



Una liebre nos oye

la muerte de febrero
y las puertas de marzo
que suman vientos
alisios y cloris
recogen tempestades
y siguen geórgica
deferente lección
en parva donde
entonan una silva
que nos dice un arroyo
hasta el fin de la tarde
que es un campo de lino
donde trema la luz
y una liebre nos oye



Quiero ver una vaca


I

Quiero ver una vaca
Quiero ver una vaca colorada
Quiero ver una vaca colorada
A las tres de la tarde

Quiero ver una vaca colorada
A las tres de la tarde
De un día de febrero

Quiero ver una vaca colorada
A las tres de la tarde
De un día de febrero
En un campo verde

Quiero ver una vaca colorada
A las tres de la tarde
De un día de febrero
En un campo verde
O amarillo

II

Viene y va
La vaca colorada
Por la orilla del río
Enamorada

Nada vio
La vaca colorada
Que viene y va
Por la orilla del río
Colorado

Vaca será
Mas vaca enamorada
La vaca que viene y va
Y nadie vio
Por la orilla del río
Colorado

Entre una idea
Y una vaca colorada

Me quedo con la vaca colorada


*Los tres primeros poemas provienen de Enrique Fierro, Escrito en México (1974-1984), México, FCE, 1999; el último, de Quiero ver una vaca, Montevideo, Vintén Editor, 1989, reimpreso en varias antologías.


jueves, 11 de julio de 2013

Los libros y su sombra

Leído en Cáceres (noviembre de 2009)

 
Cuando recibí la invitación para asistir a este congreso y se me dijo que debía hablar sobre cualquier aspecto relacionado con las lecturas hispanoamericanas, hice un recorrido por mi pequeña biblioteca para ver qué de todo eso era, en efecto, lecturas hispanoamericanas. El saldo me dejó desolado: ¿eso era todo lo que había podido salvar en tantos años de ir y venir a México?
Los libros son la primera victima de todas las migraciones, da igual que se trate de épicas travesías de grandes grupos de personas o del humilde viaje del que un día llena su maleta y se va a vivir a otra parte.  Los libros pesan, y pierden siempre frente a equipajes de uso más inmediato. Es probable que en un futuro no tan lejano los escritores jóvenes que emigren sólo tengan que meter su libro electrónico en la funda y se lleven allí toda su biblioteca. Felices serán, sin duda, porque no dejarán atrás un pesadísimo lastre ni echarán de menos en sus nuevos destinos los libros con los que crecieron. Quienes no llegamos a tiempo para eso –cuando yo me marché de mi país ni siquiera era de uso común el correo electrónico, mucho menos el libro– hemos dejado atrás bibliotecas que con el tiempo simplemente se pierden, como se pierde otra larga lista de afectos. El viaje no tiene siquiera que ser largo para que la biblioteca, la más pesada y frágil de nuestras pertenencias, se pierda en el pasado.
           Mi tatarabuelo fue un carpintero francés que hacia mediados del XIX, muerto de hambre en el Alto Saona, se embarcó con su mujer y su hijo tras la promesa de un terreno propio en México. Tenía veintitrés años, los mismos que tenía yo cuando, muerto de otro tipo de hambre, tomé la maleta que me regaló un amigo, quité la ropa interior que había olvidado dentro, y metí lo que podía llevar. En esa época las líneas aéreas eran más generosas, si se puede usar esta palabra, que ahora:  se podía llevar dos maletas de treinta y dos kilos (ahora son dos de veintitrés). A los veintitrés años no se tiene mucho, pero seguro que se tienen más de sesenta y cuatro kilos de vida. Después de la ropa, los documentos, las cosas de uso diario, metí un libro, uno solo, y lo facturé en un México-Madrid via Atlanta. Para entonces ya había perdido otra biblioteca, la primera, y esa sí que fue dolorosa. Fue cuando me fui a vivir a la ciudad de México, a los diecisiete. Vine en coche desde Chiapas, así que en principio cabía más, pero no mucho más. Nunca volveré a tener un escritorio de cedro como el que dejé allí.
          De aquí a allá en Europa, me acostumbré a reunir la menor cantidad posible de libros. Pero los que había dejado abandonados en aquellas dos bibliotecas mexicanas me perseguían. Me dí cuenta, tiempo después, que me había inventado unos sencillos fetiches que me recordaban lo que había sentido leyéndolos, aunque ya no los tuviera a mano.  En la pared del piso de estudiante o de la residencia que tocara, en Berlín o en Salamanca, ponía siempre un poema con forma de pájaro. Es una fotocopia de la época en que hacía mi memoria de licenciatura en México. Para mí, ese poema es una metáfora casi perfecta de la poesía. Es aéreo, como el pájaro, pero posado firmemente en la mesa. Es de letras y tiene forma. Uno recuerda las cosas como más le conviene –no hay nada menos digno de confianza que la memoria de un escritor- pero yo estoy casi seguro de que ese poema lo pegué con celo en la pared al día siguiente que llegué a Salamanca, justo arriba de la mesa.  Y juraría que lo he pegado arriba de todas mis mesas. Es de Jorge Eduardo Eielson, un magnífico poeta y artista peruano que pasó casi toda su vida en Italia. Ver el poema, leerlo, me traia de vuelta parte de mi biblioteca perdida, en la que estaba ese libro, Poesía escrita, publicado por Vuelta, la editorial de Octavio Paz, en México, 1989. Nunca traje ese libro en los viajes que hice a México en estos trece años. Tener el pájaro con las patas patas patas patas patas patas en mi mesa era suficiente. En el último, pensé que tenía que cumplir ya esa deuda, pero no pienso quitar la fotocopia de mi pared. La veo cuando escribo esto.
Otro objeto que he intentado tener siempre a mano es el buen Hanuman, el dios mono del Mahabharata, a cuyo cuidado están los poetas. Antes de salir de México había leído deslumbrado todos y cada uno de los libros de Octavio Paz, y había quedado no menos deslumbrado por él mismo como persona. El Mono gramático me gustaba sobre todo porque es un libro de viaje, y la poesía –la metáfora está gastada, pero es que es exacta– es un viaje permanente. Con el tiempo, encontré la imagen que deseaba tener. En una librería de viejo del Spui de Amsterdam acumulaba polvo un libro en el que aparecía la imagen que yo buscaba desde siempre. Es el grado cero de la mitología, el ras de la creencia, como supongo que muchos hindúes ven a Hanuman: un mono de verdad, sentado sobre una roca, pero con corona. Naturalismo y trascendencia en la misma imagen. El dios de los poetas es un mono sentado en una roca, pero con corona. Durante estos años no podía plantearme tener los ocho tomos (edición española) o los dieciséis (edición mexicana) de las obras completas de Paz. Pero siempre he tenido al mono.
    Tampoco he tenido, sino hasta recientemente, las obras completas de Borges. Me quedé sin ahorros para comprarlas en la librería Gandhi, hace casi veinte años (lamento descubrir que debo quitar el "casi"). En las obras completas, sin embargo, no viene el libro de Borges que más me gusta; bueno, sí viene, pero banalizado. Se llama Atlas, y es uno de sus últimos libros. Es un recorrido por los lugares y los tiempos de Borges, de Epidauro a Ginebra y de las sagas escandinavas a las guerras civiles argentinas, a través de imágenes a las que acompañan textos. A esas alturas, sabemos, Borges no veía, imaginaba. El álbum de fotos de un ciego es una de las más deliciosas –y crueles, que siempre lo son- paradojas borgianas. 
La foto que a mi me gusta, y que tengo junto al poema en forma de pájaro y el mono en la pared de las recuperaciones, muestra la mano de Borges posada sobre una inscripción japonesa. La mano de un viejo ciego acariciando una piedra con caracteres que desconoce. Esa foto me cura de casi todo, tanto o más que los poemas suyos que se quedaron durante años en mi biblioteca abandonada.
      El siguiente objeto es también una fotografía. Ésta es la foto en blanco y negro de un hombre que hace saltar sobre el bastón a su perro. Suponemos que es su perro y quizá le restamos mérito, porque es más difícil hacer saltar a un perro callejero, a ese con el que no se tiene la complicidad del alimento y los muebles rasguñados. 
En esos días seguramente no existía el alimento, la cosa enlatada, sino sobras y huesos aun para los más finos canes. En esa época probablemente no había tampoco mucha comida ni muchas sobras. Podemos suponer que el señor está parado sobre Europa en los años treinta o cuarenta del siglo del cuchillo afilado o quizá está en América, el sombrero no ayuda a definirlo (y en todo caso, eso atañe a la dieta del perro). 


Volviendo al señor, salta a la vista que es paciente y que tiene sentido del humor: un colérico no acepta las innumerables pruebas para al fin lograr un único, breve salto, y a un melancólico le parecen inútiles el salto, el perro y el hombre que los observa. Necesitamos, pues, un señor bonachón y sobre todo con mucho tiempo libre. El señor, por lo tanto, es relativamente rico (lo cual resuelve la duda sobre la dieta del perro). Parece joven, más bien en la franja del “joven aún”, si es que esa sombra es un bigote oscuro. Pero lleva un bastón. Quizá tiene alguna dolencia o todavía ve en él un signo de estatus o quizá lo lleva sólo para jugar con el perro, que es, entonces, definitivamente suyo. ¿Y la cámara que toma la foto? Tomar el bastón al salir de casa y armarse a la vez de cámara (y fotógrafo) indica no sólo buen carácter: a este señor le gusta que lo veamos ejercitando su paciencia y logrando un elegante resultado, ese momento en que al chasquido de los dedos el animal accede a mostrar su fuerza posible, su gracia elevada sobre el suelo y la sombra que tan bien se alía con la sombra de su dueño. El pie de foto sólo dice que este señor es Alfonso Reyes, que escribió más de cien libros, que nació hace doce décadas y murió hace cinco. El señor y el perro me evitaban penar por los veintiocho tomos de obras completas que difícilmente podía traer de México. Hasta que un día, el mismo amigo que me prestó la maleta del primer viaje, me los regaló y me ayudó a ponerlos en otra maleta, ésta ya mía.
           Y hay más cosas en la pared: una foto de Gonzalo Rojas sentado frente a un Buda que es su doble y que me da una alegría absurda contemplar; un planisferio de Ptolomeo que está ahí sólo porque estaba también en las guardas de la Summa de Maqroll el gaviero de Álvaro Mutis publicado por el Fondo en México. Recortes, monedas, dibujos, salidos o en tránsito hacia la poesía. Son mi humilde ayudamemoria, mi cuerda de salvamento o, como intenté poner en un poema de Nadie puede tocar la realidad (Béjar, Littera libros, 2008), mi camino hacia arriba y hacia abajo:

Abrí la puerta de nuevo
Al otro lado estaba lo que me espera
cada noche. La marioneta
de Quevedo a la que enseño
a dar largos paseos ciegos.
La foto en la que Alfonso Reyes
hace saltar sobre el bastón a su perro.
El reloj de Praga, las hojas desordenadas,
el poema en forma de pájaro,
la guía del peregrino, el retrato del Gonzalo.
El libro vacío que bien visto es
como dos quevedos cuadrados.
La foto del poeta leyendo, aferrado
a sus papeles como si ellos pudieran llevarlo
a otro lado, la he bautizado como
«balsa de Ulises sin fondo».
Esta puerta es a veces
el camino hacia arriba y hacia abajo.

Sombras de libros que se han instalado ya en un territorio más allá de la literatura. Lecturas que ya son otra cosa. 


* Publicado originalmente en Antonio Sáez Delgado, Julián Rodríguez Marcos e Isabel Mª Pérez González (eds.), Lecturas hispanoamericanas. Actas del X Congreso de Escritores Extremeños, Mérida (España), Editora Regional de Extremadura, 2010, pp. 53-61

sábado, 6 de julio de 2013

El poeta desconocido

de Octavio González



61
Durante las severas crisis de identidad que sufría cada vez que recordaba que ni siquiera él mismo sabía quién era a ciencia cierta y se sentía absolutamente perdido en medio de esta sociedad inhumana que desde la era industrial echó a un lado al poeta, salía a la calle con una lámpara encendida a plena luz del día.  Por eso la gente, al pensar que se trataba de un loco o de un payaso excéntrico despedido del circo, lo observaba de lejos y sin atreverse a acercársele ni decirle nada.
Sólo un sociólogo extrovertido que esperaba parado en una esquina el cambio de luz bajo el semáforo, lo observó caminando con la lámpara en alto como buscando a alguien y no pudo contener la curiosidad:
-¿Andas buscando como Diógenes a un hombre justo?
No -le respondió el poeta desconocido con la cabeza gacha-, ando buscando al poeta de hoy, es decir, a mí mismo, pero no lo consigo.
  
77
El poeta y el eremita comienzan a ser después del yermo...

44
Todo poeta debería aprender el oficio de relojero antes de decidirse a escribir...
 
53
La poesía es una forma de ser que acarrea grandes problemas a la forma de estar...


Octavio González, de la serie Levitaciones
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Antes que despegara del aeropuerto el avión que lo llevaría de regreso a su país, el poeta desconocido recordó sentado en su asiento todas las postales que había enviado a sus amigos desde que se encontraba viajando. Postales efusivas donde había vaciado sin ambages el sentir del instante, postales exentas de toda retórica y de los formulismos al uso donde se había desnudado del todo, postales fieles a los estremecimientos del ser donde se había dejado la piel en cada palabra, postales... De manera que cuando las azafatas recomendaron a los pasajeros abrocharse los cinturones de seguridad porque el capitán de la nave estaba a punto de tomar pista para despegar, el poeta desconocido observó a través de la ventanilla el país hermoso que dejaba y lamentó en lo profundo de su fibra más sensible que la aventura enriquecedora terminara, y cuando el avión aceleró tomó su pluma antes de que despegara y resumió en una frase escrita a mil kilómetros por hora todas las enseñanzas del viaje: "Los poemas deberían escribirse con la misma efusividad que ponemos en las tarjetas postales".



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Comenzaba a preparar en la cocina de su apartamento uno de sus platos favoritos cuando vio su interior y se detuvo. Ya había pelado tres dientes de ajo, dos zanahorias, cuatro tomates, y cuando llegó al fin a la cebolla y la partió en dos mitades, observó en su composición interna una enseñanza más de la naturaleza digna de engrosar las filas de su arte poética. Así que bajó el volumen de la radio donde escuchaba algo de música mientras cocinaba, tomó en sus manos una de las mitades dispuestas sobre la tabla de cortar y observó atento los círculos concéntricos que conformaban su maravilloso ensamblaje. Lo asombró todavía más la geometría impecable de su constitución cuando comenzó a desmembrar las capas circulares que se aglutinaban pegadas unas a otras en forma descendente hasta llegar a un centro irradiador desde donde también ascendían conforme él las iba recolocando y armaba de nuevo la media cebolla deshecha. Pasados unos instantes tomó en sus manos la otra mitad y repitió la misma operación hasta llegar a desmembrarla y reconstruirla observando esta vez el mismo fenómeno. Después se lavó las manos, secó el par de lágrimas que el picor le había arrancado y fue de inmediato hasta su cuaderno de notas para apuntar otra pequeña sentencia con los ojos todavía enrojecidos: "La estructura de la cebolla y la del poema son una y la misma: girar en capas o versos en torno a un único centro".

Octavio González, de la serie Levitaciones

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La mañana silenciosa de domingo en que leía acostado en su cama, escuchó el sonido del timbre como una verdadera violación. Así que soltó el libro indignado, se levantó refunfuñando y fue hasta la puerta. Caminó despacio para no hacer el menor ruido, y con la misma parsimonia de un lobo hambriento a punto de atacar, observó a través del ojo mágico para ver quién era el desalmado que se atrevía a molestarlo en mitad de la calma mañana. Pero no pudo saber de quién se trataba porque el rellano del pasillo permanecía en penumbras y sólo divisó un bulto negro. Entonces dudó en abrir la puerta, y cuando ya estaba decidido a retirarse sin atender la inoportuna visita, escuchó al otro lado la respiración asmática y la voz gangosa de un anciano:
-Buenos días, sé que usted está allí; disculpe la molestia y el atrevimiento de presentarme en su casa a estas horas y sin previo aviso, pero sería tan amable de abrir la puerta. Vengo en nombre de Dios.
El poeta desconocido vaciló en responder, y al saberse descubierto dentro de la casa, no tuvo otro remedio que acceder a la petición; no obstante, apenas entreabrió la puerta para preservar un poco su intimidad, ya que estaba desnudo.
-¿Qué desea?- preguntó de forma cortante.
-Soy vendedor de Biblias- respondió el bulto negro.
-¿Entonces viene en nombre de Dios o del dinero?
El viejo guardó silencio durante un rato. Su respiración aumentaba en el pasillo y se escuchaba cómo la dificultad para respirar iba en ascenso.
-Vengo en nombre de su salvación- dijo luego de intentar mantener la calma, olvidar la ofensa y poner la otra mejilla como buen cristiano.
-Yo no necesito que me salven. Mucho menos en mitad de una deliciosa mañana de domingo.
-¡Ah!, ¿sí? ¿Y quién es usted?
El poeta desconocido vaciló en responder ante el gran desconocimiento que tenía inclusive de sí mismo, pues pasaban los años y seguía sin descubrirse ni hallar su propio nombre. ¿Quién era él parado en su puerta a media mañana, desnudo, y hablando con otro desconocido? De manera que luego de considerar su absoluto anonimato, optó por la opción que le pareció más sensata:
-Soy un simple desconocido más, el último de la fila, un don nadie que ya arrastra su propia cruz y no necesita comprar otra.
-Pues entonces la Biblia puede salvarlo- dijo esta vez el bulto negro-. Recuerde el famoso pasaje donde se dice que los últimos serán los primeros.
-Por supuesto que lo recuerdo, pero la diferencia es que yo elegí ser el último.
-¿Y por qué tomó esa elección? ¿Es por casualidad usted un buen cristiano que en el fondo espera ser retribuido por la divinidad?
-Elegí ser el último porque los últimos son los más libres- le respondió el poeta desconocido antes de dar un fuerte portazo y volver a sus lecturas.
 
  
* De Octavio González, El poeta desconocido, Mérida (Venezuela), Librería Ifigenia-Centro Nacional del Libro, 2009.

miércoles, 3 de julio de 2013

Noche abajo













Ir hacia arriba no es nada más
que un poco más corto o un poco
más largo que ir hacia abajo.

Roberto Juarroz, Primera poesía vertical




Se trata de caer, de hacerse piedra y buscar las piedras del
fondo porque al fondo está lo pesado y en la superficie lo
liviano, hay que caer como buzo, como carnada bien prendida
al anzuelo por un sedal que no se ve. Arriba que haya árboles
mirándose en el reflejo multiplicado de las ondas, ondas en
círculos porque los círculos son perfectos, como todo lo de
arriba, que sea círculo lo que se ve y círculo lo que se diga,
redondo como pensamiento que da vueltas alrededor de un
reloj porque ver el círculo adormece y porque es muy, pero
muy naíf dormirse pensando en los círculos de Proust.


••
Darle vueltas a la piedra porque estamos en la hora de los
círculos, aunque las piedras, ya se sabe, no nacieron para el
círculo (tampoco nacieron), se les da sólo la línea, el ángulo
no es su hábitat, golpean recto y sin swing, no se adaptan
bien a los puntos suspensivos, no tienen matices, pues, sólo
grietas caprichosas que cuentan una vida complicada, como
vale la pena, sólo aristas de carácter volátil que golpean sin
dialogar: ya te he visto, buzo, carnada del hipotálamo que
está allá arriba, en la cama, rendido de antemano a sus
círculos, buzo, sumérgete y pelea.


•••
Tirón hacia abajo, nada de descenso, esto no es turismo de
montaña, es el agua y el agua es algo muy serio (las piedras
no beben, son todavía más serias). No, el agua no te busca,
tú caíste, por costumbre o por oficio todos caen o quizá sólo
porque en el fondo saben que verán algo, un espejo, una
pantalla, lo que sea cóncavo que hay adentro, los colores
enloquecidos, la flama, una bandada de cotorros, lo que
hayan perdido en el camino, los juguetes, los desvanes,
los pelos erizados, sí, estamos hablando del fondo del ojo,
el cristalino, sí ¿adónde más crees que caen las cosas,
buzo imbécil?



••••
El remolino es la perfección a la que aspira el fondo, su
tumulto más revolucionario. Es su idea de pulso y de
tránsito, sólo tiene fin y a nadie le interesa su principio, es
la matemática y la natación en el punto de belleza que
destruye, lo más rápido y lo inmóvil. Cuando el remolino
llega, el fondo asciende, asesina por sorpresa, se abre un
camino nuevo cada vez, luego esconde su arpón y no ha
pasado nada. El remolino es cínico, el fondo lo admira.
Cuando nadie lo ve, juega a encender pequeños tifones
lanzando piedras hacia arriba, volando cometas de agua
turbia, acumula ira que pondrá al servicio de su dios con la
fe del que quiere alcanzar lo que sea que tiene arriba.


•••••
De brazadas ciegas se va el buzo, ya se fue, ya va muy lejos.
Va en la corriente a caer directo a los brazos del fondo. En el
cieno abajo camina, ya es pingüino, payaso natatorio,
plomada y nada. En el fondo el buzo tasca su freno, pero aún
así, abandonado a su inutilidad, el buzo camina en círculos,
traza el símbolo que le es propio, no rinde su ballet. En lo
oscuro palpa ahora, manos extendidas y burbujas hacia
arriba, es un niño en el parque vacío al que otros niños
golpean la cara con una pelota, es un perro muerto, una
frontera, alga del fondo que muerden los peces.


••••••
Con los bolsillos llenos de libros, como llega al café de la
mañana, así cayó. No se sentó en una esquina con poco
ruido, se puso en el centro del tumulto, el huracán girando sin
darle importancia y se puso a leer. ¿Nunca has visto un buzo
con la escafandra llena de libros? Eso es porque los buzos no
tienen bolsillos ni al fondo del cristalino hay un café. Eran
libros de poesía y ensayos psiquiátricos, la mesera los mira
desde lo alto al traer la taza y dejarla caer de un solo golpe
sobre el cristalino. No son libros lo que hay en la escafandra.
Son cangrejos. El buzo se la quita a toda prisa y prueba a
beber su café de la primera hora de la noche.


•••••••
Las luces de los puertos y los puertos que están a oscuras
atraen al cristalino, lo hipnotizan como a los peces, lo hacen
entrar en una botella sin salida. El cristalino busca las
distancias para huir de la contracción, es músculo y no le
gusta, quiere campo abierto, mar abierto, da lo mismo. La
extensión, no el fondo que es su guarida, su cueva que lo
domestica, lo sujeta a una red de nervios y de pequeños
látigos eléctricos. No le creas, buzo, la verdad es que te
espera cada día, te desea porque le traes algo de planicie
sin límite, un recuerdo de puertos en cuyas aguas
no se veía el fondo.

* De Campanas subterráneas, México, Aldus-UNICACH, 2012.

Ensayo de Antonio Sánchez Zamarreño sobre este libro en el Fondo Documental Prometeo