domingo, 8 de diciembre de 2013

Todos descendemos del Mono




9

Frases que son lianas que son manchas de humedad que son 
sombras proyectadas por el fuego en una habitación no descrita 
que son la masa oscura de la arboleda de las hayas y los álamos 
azotada por el viento a unos trescientos metros de mi ventana 
que son demostraciones de luz y sombra a propósito de una
realidad vegetal a la hora del sol poniente por las que el tiempo
en una alegoria de sí mismo nos imparte lecciones de sabiduría
tan pronto formuladas como destruidas por el más ligero
parpadeo de la luz o de la sombra que no son sino el tiempo
en sus encarnaciones y desencarnaciones que son las frases
que escribo en este papel y que conforme las leo desaparecen:
no son las sensaciones, las percepciones, las imaginaciones
y los pensamientos que se encienden y apagan aquí, ahora,
mientras escribo o mientras leo lo que escribo:
no son lo que veo ni lo que vi, son el reverso de lo visto
y de la vista -pero no son lo invisible: son el residuo no dicho,
no son el otro lado de la realidad sino el otro lado del lenguaje,
lo que tenemos en la punta de la lengua y se desvanece antes
de ser dicho, el otro lado que no puede ser nombrado porque
es lo contrario del nombre:
lo no dicho no es esto o aquello que callamos, tampoco es
ni-esto-ni-aquello:
no es el árbol que digo que veo sino la sensación que siento
al sentir que lo veo en el momento en que voy a decir que lo veo,
una congregación insubstancial pero real de vibraciones y sonidos
y sentidos que al combinarse dibujan una configuración de una
presencia verde-bronceada-negra-leñosa-hojosa-sonoro-silenciosa;
no, tampoco es esto, si no es un nombre menos puede ser la descripción
de un nombre ni la descripción de la sensación del nombre ni el nombre
de la sensación;
el árbol no es el nombre árbol, tampoco es una sensación de árbol:
es la sensación de una percepción de árbol que se disipa en el momento
mismo de la percepción de la sensación de árbol;
los nombres, ya lo sabemos, están huecos, pero lo que no sabíamos
o, si lo sabíamos, lo habíamos olvidado, es que las sensaciones
son percepciones de sensaciones que se disipan, sensaciones que
se disipan al ser percepciones, pues si no fuesen percepciones
¿cómo sabríamos que son sensaciones?;
sensaciones que no son percepciones no son sensaciones,
percepciones que no son nombres ¿qué son?
si no lo sabías, ahora lo sabes: todo está hueco;
y apenas digo todo-está-hueco, siento que caigo en la trampa:
si todo está hueco, también está hueco el todo-está-hueco;
no, está lleno y repleto, todo-está-hueco está henchido de sí,
lo que tocamos y vemos y oímos y gustamos y olemos y pensamos,
las realidades que inventamos y las realidades que nos tocan,
nos miran, nos oyen y nos inventan, todo lo que tejemos
y destejemos y nos teje y desteje, instantáneas apariciones
y desapariciones, cada una distinta y única, es siempre la misma
realidad plena, siempre el mismo tejido que se teje al destejerse:
aun el vacío y la misma privación son plenitud (tal vez son el ápice,
el colmo y la calma de la plenitud), todo está lleno hasta los bordes,
todo es real, todas esas realidades inventadas y todas esas invenciones
tan reales, todos y todas, están llenos de sí, hinchados de su propia realidad;
y apenas lo digo, se vacían: las cosas se vacían y los nombres se llenan,
ya no están huecos, los nombres son plétoras, son dadores, están henchidos
de sangre, leche, semen, savia, están henchidos de minutos, horas,
siglos, grávidos de sentidos y significados y señales, son los signos
de inteligencia que el tiempo se hace a sí mismo, los nombres les
chupan los tuétanos a las cosas, las cosas se mueren sobre esta página
pero los nombres medran y se multiplican, las cosas se mueren
para que vivan los nombres:
entre mis labios el árbol desaparece mientras lo digo y al desvanecerse
aparece: míralo, torbellino de hojas y raíces y ramas y tronco
en mitad del ventarrón, chorro de verde bronceada sonora hojosa
realidad aquí en la página:
míralo allá, en la eminencia del terreno, míralo: opaco entre la masa
opaca de los árboles, míralo irreal en su bruta realidad muda, míralo no dicho:
la realidad más allá del lenguaje no es del todo realidad, realidad
que no habla ni dice no es realidad;
y apenas lo digo, apenas escribo con todas sus letras que no es realidad
la desnuda de nombres, los nombres se evaporan, son aire, son
un sonido engastado en otro sonido y en otro y en otro, un murmullo,
una débil cascada de significados que se anulan:
el árbol que digo no es el árbol que veo, árbol no dice árbol, el árbol
está más allá de su nombre, realidad hojosa y leñosa: impenetrable,
intocable, realidad más allá de los signos, inmersa en sí misma,
plantada en su propia realidad: puedo tocarla pero no puedo decirla,
puedo incendiarla pero si la digo la disipo:
el árbol que está allá entre los árboles no es el árbol que digo sino
una realidad que está más allá de los nombres, más allá de la palabra
 realidad, es la realidad tal cual, la abolición de las diferencias
y la abolición también de las semejanzas;
el árbol que digo no es el árbol y el otro, el que no digo y que está
allá, tras mi ventana, ya negro el tronco y el follaje todavía inflamado
por el sol poniente, tampoco es el árbol sino la realidad inaccesible
en que está plantado:
entre uno y otro se levanta el único árbol de la sensación que es
la percepción de la sensación de árbol que se disipa, pero
¿quién percibe, quién siente, quién se disipa al disiparse
las sensaciones y las percepciones?
ahora mismo mis ojos, al leer esto que escribo con cierta prisa
por llegar al fin (¿cuál, qué fin?) sin tener que levantarme para encender
la luz eléctrica, aprovechando todavía el sol declinante que se desliza
entre las ramas y las hojas del macizo de las hayas plantadas
sobre una ligera eminencia (podría decirse que es el pubis del terreno,
de tal modo es femenino el paisaje entre los domos de los pequeños
observatorios astronómicos y el ondulado campo deportivo del Colegio,
podría decirse que es el pubis de Esplendor que se ilumina y se obscurece,
mariposa doble, según se mueven las llamas de la chimenea, según
crece y decrece el oleaje de la noche),
ahora mismo mis ojos, al leer esto que escribo, inventan la realidad
del que escribe esta larga frase, pero no me inventan a mí, sino
a una figura del lenguaje: al escritor, una realidad que no coincide
con mi propia realidad, si es que yo tengo alguna realidad que pueda
llamar propia;
no, ninguna realidad es mía, ninguna me (nos) pertenece, todos habitamos
en otra parte, más allá de donde estamos, todos somos una realidad
distinta a la palabra yo o a la palabra nosotros,
nuestra realidad más íntima está fuera de nosotros y no es nuestra,
tampoco es una sino plural, plural e instantánea, nosotros somos
esa pluralidad que se dispersa, el yo es real quizá, pero el yo no
es yo ni ni él, el yo no es mío ni tuyo,
es un estado, un parpadeo, es la percepción de una sensación
que se disipa, pero ¿quién o qué percibe, quién siente?,
los ojos que miran lo que escribo ¿son los mismos ojos que yo
digo que miran lo que escribo?
vamos y venimos entre la palabra que se extingue al pronunciarse
y la sensación que se disipa en la percepción -aunque no sepamos
quién es el que pronuncia la palabra ni quién es el que percibe,
aunque sepamos que aquel que percibe algo que se disipa también
se disipa en esa percepción: sólo es la percepción de su propia extinción,
vamos y venimos: la realidad más allá de los nombres no es habitable
y la realidad de los nombres es un perpetuo desmoronamiento, no hay
nada sólido en el universo, en todo el diccionario no hay una sola
palabra sobre la que reclinar la cabeza, todo es un continuo ir y venir
de las cosas a los nombres de las cosas,
no, digo que voy y vengo sin cesar pero no me he movido, como el árbol
no se ha movido desde que comencé a escribir,
otra vez las expresiones inexactas: comencé, escribo, ¿quién escribe
esto que leo?, la pregunta es reversible: ¿qué leo al escribir:
quién escribe esto que leo?,
la respuesta es reversible, las frases del fin son el revés de las frases
del comienzo y ambas son las mismas frases
que son lianas que son manchas de humedad sobre un muro imaginario
de una casa destruida de Galta que son sombras proyectadas por el fuego
de una chimenea encendida por dos amantes que son el catálogo de un jardín
botánico tropical que son una alegoría de un capítulo de un poema épico
que son la masa agitada de la arboleda de las hayas tras mi ventana
mientras el viento etcétera el tiempo mismo etcétera,
las frases que escribo sobre este papel son las sensaciones, las percepciones,
las imaginaciones, etcétera, que se encienden y apaguan aquí, frente
a mis ojos, el residuo verbal:
lo único que queda de las realidades sentidas, imaginadas, pensadas,
percibidas y disipadas, única realidad que dejan esas realidades
evaporadas y que, aunque no sea sino una combinación de signos,
no es menos real que ellas:
los signos no son las presencias pero configuran otra presencia,
las frases se alinean una tras otra sobre la página y al desplegarse
abren un camino hacia un fin provisionalmente definitivo,
las frases configuran una presencia que se disipa, son la configuración
de la abolición de la presencia,
sí, es como si todas esas presencias tejidas por las configuraciones
de los signos buscasen su abolición para que aparezcan aquellos
árboles inaccesibles, inmersos en sí mismos, no dichos, que están
más allá del final de esta frase, en el otro lado, allá donde los ojos
leen esto que escribo y, al leerlo, lo disipan

viernes, 6 de diciembre de 2013

Mujica


ALBA


Vaso Roto, 2013

Quieto,
como no moviéndose
para que la sangre no rebase
la boca.
Quieto,
como sintiendo un pájaro
herido
en la palma de la mano,
sin cerrar la mano,
sin abrir los ojos.
Hay una fe que es absoluta:
                         una fe sin esperanza.

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UN PEDAZO DE HAMBRE, UN VASO DE AGUA

Fiel a lo humano, 
al tamaño de lo que los brazos
mecen,
a la fiesta
de lo que en las manos cabe, 
a la callada esperanza
que es no apretar los labios. 
Fiel a un vaso de agua
y al pedazo de hambre
                   que otro cuerpo nos trae, 
fiel sorbo a sorbo, hambre a hambre.
Fiel al pudor de apenas una seña,
apenas el abismo
del otro
cuando el silencio
calla la piel que nos separa. 
Fiel al límite de morir hombre,
de haber abrazado el vacío
                               que ese mismo abrazo llenaba.

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PARTIDA A PARTIDA

I
Sin ropa se nace,
se brota
desnudo se llega:
               partida a partida.

II
No tener adónde ir
             no es que nadie nos espere,
es no tener dónde regresar:
                      la muerte es nacer afuera.

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(CONFESIÓN

El poema,‭ ‬el que anhelo,‭
al que aspiro,
es el que pueda leerse en voz alta sin que nada se oiga.
Es ese imposible el que comienzo cada vez,
                     es desde esa quimera‭
                                                  que escribo y borro.‭)

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SÓLO AL FINAL

Las dos orillas
son siempre una,‭ ‬pero se sabe sólo al final,
                                   después,‭ ‬después de naufragar entre ellas.


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EN PLENA NOCHE

También en plena noche
la nieve
se derrite blanca
y la lluvia
cae
sin perder su transparencia.
Es ella, la noche,
la que nos libra de los reflejos,
la que nos expande
las pupilas.
Lo que busca con su bastón
                         el ciego es la luz, no el camino.  


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 http://www.hugomujica.com.ar/

sábado, 23 de noviembre de 2013

Simón el estilita

Robert D. Anderson

 

entonces debes ser simón me dijo señalando mis sandalias
mi torpeza mis ojos llenos de desierto.
Eduardo Chirinos, Humo de incendios lejanos

 






No pidió el privilegio de la piedra. Simón vio en la arena la
única materia válida para el amor, la humilde, la siempre viva.
Se confió a ella con la fe provisional del eremita, del que no
cree en las banderas que arrastra por el desierto. Simón,
Simón, ese fue el nombre que le dio la arena. Del anterior, su
nombre de nacido bajo el sol, ya no se acuerda. La arena lo
llevó a su trono, le mostró el camino hacia arriba y le dio la
columna. Simón, Simón, le dijo un día más claro que otros, no
hay nada fuera del desierto, esto es todo lo que hay que
saber. Toma tu cuerda y sube. Aquí arriba está todo: estás ya
tú y no lo sabes.

••
Descubrió que el equilibrio más peligroso no es el del salto y
la pirueta, sino el de los dos pies firmes en la tierra. Trajo la
tierra a lo alto con una columna y desde ahí fundó el acto de
fe; antes llamó fe al hecho de estar de pie sin hacer nada.
Hundió el cielo en lo profundo, donde la creación ha dejado de
moverse. Este es mi reino, dijo, el de la campana subterránea,
y llamó a los fieles a oficiar bajo los caminos. Rápidamente se
le atribuyó la vista de Linceo y se dijo que veía bajo tierra y
bajo los ojos de los hombres. Él dijo que sólo era el minero
equilibrista, el aprendiz de la piedra más volátil, el que veía las
vetas de la nube.

•••
Sintió vértigo, vio los círculos. Estar arriba no es diferente de ir
cayendo. El único círculo que había era en verdad la columna,
salía de su ombligo y se clavaba en la tierra. Todo es tierra,
círculo, la voz de dios buscándonos en el desierto. Simón
aguzó el oído: para oír ¿había que estar muy arriba o muy
abajo? Tal vez lo mejor era no saberlo. Simón se dispuso a no
saber. No somos nada más que el oído puesto al viento por si
pasa la voz de dios camino del desierto. No somos nada más
que la columna que sujeta tu ombligo a la tierra, nada más
que los círculos cada vez más pequeños con los que la voz de
dios se acerca a la columna. Treinta y siete círculos.

••••
Treinta y siete años llevo en esta columna, me dijo, los
mismos que tú has perdido vagando por el desierto. Cambia
el suelo, las montañas se mueven, la piedra se deshace entre
las manos, así seguirá una y otra vez y tú no escucharás la
voz de dios. Arriba de la columna no hay piedra ni desierto,
sólo aire, y por eso estoy más cerca, no por la altura como
creen los simples. La piedra se ha hecho polvo entre mis
manos y me ha quedado una grieta, acércate y mira. Es en
las grietas donde dios asiente, en el aluvión que dejan los
años en las manos cuando borran las líneas de tu nacimiento.

•••••
Duermo con la cabeza en la orilla de la plataforma, siento el
infinito. Los hombres que se dicen santos buscan durante
años el infinito en este desierto y no ven que está al alcance
de la mano: no necesitan nada más que una columna en
ruinas y poner la cabeza al borde del abismo. En la noche
oigo quince metros por encima y me pregunto qué será oír
mil, diez mil metros por encima, el rumor del mundo cuando
ya ha dejado de ser mundo y es dios fluyendo entre las
nubes. Algunas noches creo que he estado ahí, pero al
despertar no lo recuerdo y sólo veo los quince metros que
me han regalado para alargarme la mirada.

••••••
Noche arriba me olvido de todo y salgo al día. Antes, al
salir, decían que era un loco con una cuerda atada a la
cintura. Nunca he dicho para qué es la cuerda. A menudo
iba a sentarme en la sombra, junto al muro de la escuela, y
oía jugar a los niños. De ahí no me echaban nunca,
porque ¿quién echa a un mendigo que se sienta junto a la
tapia de los niños? Era una cuerda como la que usaban
los niños para saltar, ése es todo el secreto. Llevo la
cuerda porque sentado ahí escuché la voz que me dijo que
saltara como ellos, pero que me quedara arriba. Noche
arriba oigo a los niños jugar, cuando comienza a despuntar
el sol por detrás de mi cabeza.

•••••••
Y después de todo ¿no habrá llamas, sólo la misma
piedra? Así es. Los hombres santos que saben muchas
cosas dicen que el mundo terminará en llamas, pero yo
creo que ya terminó y que de ese fin vienen las piedras.
Vivimos sobre el fin, ya no tenemos que buscarlo. Estamos
encaramados en el fin del mundo, pero nadie busca una
columna para verlo bien desde arriba. Simón, Simón, me
dijo un día más claro que los otros, toma el fin del mundo y
ponlo sobre esta columna, no hay nada fuera del desierto,
esto es todo lo que hay que saber. Toma tu cuerda y sube.
Aquí arriba está todo: estás ya tú y no lo sabes.



* De Campanas subterráneas, México, Aldus-UNICACH, 2012.

Ensayo de Antonio Sánchez Zamarreño sobre este libro en el Fondo Documental Prometeo
Fotografía de Iván Vergara

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Herencias



Dragones

Su tótem era el cocodrilo.
Se quedaban horas mirándose inmóviles
los dos, uno a cada lado del arroyo.
En los zoológicos, llegaba hasta los cocodrilos
y se daba la vuelta para buscar la cafetería.
Se movía con parsimonia en tierra
pero en su elemento era imbatible.
Su elemento eran las palabras,
el aire de las conversaciones.
Tenía los ojos verdes y la piel dura
a golpe de desgracias, pero podía ver el cielo
todo el día, buscar el sol, quedarse absorto
cuando soplaba el viento del norte
como quien no hace nada pero acecha.
Mi padre nació en el año del dragón
de tierra, que será lo más cercano
que los chinos tengan a un cocodrilo.



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En el umbral

Sin aviso, un día de sus ochenta,
mi padre comenzó a armar un rompecabezas
usando piezas de cien rompecabezas diferentes.
Las piezas quizá tenían la forma adecuada
–al fin y al cabo él se las había dado–
pero no lograban un paisaje:
una frase de aquí, un proyecto
que no cuajó hace cuarenta años,
una fecha importante recordada
repentinamente (y que vuelve
a perderse con la misma rapidez)
no suelen encajar muy bien.

Su trabajo diario consistía
en dejar de ser –él mismo
escabulléndosele entre las manos–
con el mismo esfuerzo que había puesto
en llegar a ser. Atrás quedaba
esa planicie entre los dos puntos
de la que vengo yo mismo
y tantas cosas que conozco.
A menudo pienso qué de todo esto,
cuál de estos rostros, estas conversaciones,
estos momentos en los que está todo
y estos en los que no alcanza
a haber nada, acabarán teniendo un lugar
en ese rompecabezas delirante
cuyas piezas se van acumulando
día a día dentro de mí.
Y espero con ganas –como es de justicia–
que este señor de elegante guayabera
al que veo ahora mismo en el umbral
sea una de esas piezas
a las que ya estoy dando forma
con el calor diario de mis manos.


-----

Herencias

Saqué la pluma y firmé. Felicidades,
acaba de heredar un cocodrilo
de tres metros de largo, una manada
de monos saraguatos, varios garrobos
(si no saben lo que son el diccionario
de americanismos les mostrará un dragón
pequeño color madera) y cuanto consta
en el acta, desde el tucán de la naranja
hasta la boa de la bodega. Efecto inmediato.
Miré la pluma largo rato. Luego pensé
que los animales que mejor conozco 
son de tinta. La guardé. Ahora tengo animales
en el bolsillo. Tal vez, con un poco de suerte,
los dejaré en herencia a mi vez junto con la pluma
Tal vez tenga suerte y ya no dejaré tras de mi 
sólo un montón de tinta seca.

---

* De Una fe provisional. Poesía 1992-2012, Cáceres, Ediciones liliputienses, 2013, y Realidad y márgenes. Poesía 1992-2012, México, Coneculta-Chiapas, 2013.


domingo, 10 de noviembre de 2013

Las cosas buscan un lugar en la mirada

Un poema de Eduardo Espina, de los que hay que saborear despacio...



LA PATRIA, UN OBJETO RECIENTE
(Aquí la vida hace como que existe) 

 

La mortalidad de su materia es lo que
da para empezar: a punto de quedarse
deseada encuentra la perla y el apodo.
Vida como dádiva duradera, como ha
sido la del búfalo y detrás, la pantera.
Entre zancadas hasta cruzar la bruma
más allá del alba añadida a la persona
del paje que pregunta por el anfitrión.
A tiempo de tener lo que nunca nació,
la mañana derrama lebreles de brillo,
la letra que a la voz anuncia naciones,
nada más que la solución de siempre.
Llega la lluvia, la costumbre del agua
y el ocio que por cierto cae en desuso:
la luna en el heno hace a la planicie, el
invierno al venado que alcanza a ceder.
Por su hez ha sido el sitio disminuido,
en algo convertido como cuerno y ahí:
la flecha conocida al quedarse clavada,
el cuerpo dispuesto por la posibilidad.
Podría resumirse así: el margen de los
recuerdos origina con el gerundio y la
canción llevada al grazno del susurro.
Ciervo, hierba y loa luego al viento:
la casa encuentra el coto desconocido.
De toda su estatura hace sentir al cielo.
Duerme la piel a pesar de lo que pasa.
Los ojos dan por verdad a las palabras,
las cosas buscan un lugar en la mirada.




*De Eduardo Espina, El cutis patrio, México, Aldus, 2006 y Buenos Aires, Mansalva, 2009.


Reseña de la edición mexicana por José Kozer 



jueves, 31 de octubre de 2013

Es bueno ser un clásico... o varios a la vez

Rimbaud



(si no se escucha, vaya aquí)

 No tenemos talento, es que
no tenemos talento, lo que nos pasa
es que no tenemos talento, a lo sumo
oímos voces, eso es lo que oímos: un
centelleo, un parpadeo, y ahí mismo voces. Teresa
oyó voces, el loco
que vi ayer en el Metro oyó voces.
¿Cuál Metro si aquí no hay Metro? Nunca
hubo aquí Metro, lo que hubo
fueron al galope caballos
si es que eso, si es que en este cuarto
de tres por tres hubo alguna vez caballos
en el espejo.
Pero somos precoces, eso sí que somos , muy
precoces, más
que Rimbaud a nuestra edad; ¿más?,
¿todavÍa más que ese hijo de madre que
lo perdió todo en la apuesta? Viniera y
nos viera así todos sucios, estallados
en nuestro átomo mísero, viejos
de inmundicia y gloria. Un
puntapié nos diera en el hocico. 



Por Vallejo

 (Si no se escucha, vaya aquí)

Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: —Todavía.
Y le arrancó esta pluma al viejo cóndor
del énfasis. El tiempo es todavía,
la rosa es todavía y aunque pase el verano, y las estrellas
de todos los veranos, el hombre es todavía.

Nada pasó. Pero alguien que se llamaba César en peruano
y en piedra más que piedra, dio en la cumbre
del oxígeno hermoso. Las raíces
lo siguieron sangrientas cada día más lúcido. Lo fueron
secando, y ni París pudo salvarle el hueso ni el martirio.

Ninguno fue tan hondo por las médulas vivas del origen
ni nos habló en la música que decimos América
porque éste únicamente sacó el ser de la piedra más oscura
cuando nos vio la suerte debajo de las olas
en el vacío de la mano.

Cada cual su Vallejo doloroso y gozoso.
                                                      No en París
donde lloré por su alma, no en la nube violenta
que me dio a diez mil metros la certeza terrestre de su rostro
sobre la nieve libre, sino en esto
de respirar la espina mortal, estoy seguro
del que baja y me dice: —Todavía.


miércoles, 23 de octubre de 2013

Ars vitraria

México, Parentalia, 2013.

de Roberto Rico




 





EL CANDELABRADOR

Con ímpetu fabril mantiene el pulso de la vigilia ambivalente.
Punto común donde intersectan sombras, la matriz epifánica derivará en esclareciente pieza de utilidad decorativa, sólo si nervios y tendones emulen a osatura patrilineada en involuble fénix.
Su inclinación a los arbustos que dan trazos de crónico balance a sus paseos erráticos reaparece forjada en artilugios de sobresalto y sumisión ferrosos.
Resiste frente a persuasión geométrica de reencontrar en la perdida cera sublimados armonios áureos venidos a guardar las proporciones.
A veces le derrota el aire parafinado en su confín sucinto. Pero si al extramuro  la plata sale airosa de sus manos, en ella estima prudente recobrar el desapego que a las velas encendidas en círculo es tan propio.
Un nuevo encargo desafía la fibrosa pertinacia del oribe. Replicar inequívocas figuras candelarias; verter a vidrio antes empleados yunques, y en acuciosa talla esgrimir con lánguido y devoto lujo el molde, tendría que intimidar su vigor no susceptible a materiales frágiles.
Bisel en ascuas, rígida postura; aquí el herrero extrema su cuidado. La mirada  vidriada será refundición inquebrantable para imprimir ese traspaso de la luz hacia cóncavo retiro.                                                                          


 FAKIRDERMO

Espera la luz roja del semáforo para acostarse en vidrios.
Los rostros que parecen inculparlo con sobreactuada indignación, transeúntes a pie y motorizados, desaprueban del todo el espectáculo; pero no evitan contemplar las mortificaciones que el sujeto revitaliza sobre multifiloso prado vítreo.
Al término del acto, vuelve a meter en un costal de yute la utilería fragmentaria.
De modo intempestivo, la lluvia granizada percute sobre la envoltura del camastro portátil. Antes de abandonar el escenario, observa los fanales que en relevo intermitente redondean las luces persuasivas del poste y su categórica tozudez semaforística.
No es mala idea restañar con ese tricolor aplomo la grisura del asfalto; quebrar, moler a condición soluble el orden sucesivo del trasiego cotidiano.

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Parentalia ediciones: 
http://parentalia-ediciones.tumblr.com/

lunes, 21 de octubre de 2013

Retrato aéreo


Foto en blanco y negro de un hombre
que hace saltar sobre el bastón a un perro.
Suponemos que es su perro
y quizá le restamos mérito,
porque es más difícil hacer saltar
a un perro callejero,
a ese con el que no se tiene la complicidad
del alimento y los muebles rasguñados.
En esos días seguramente no existía el alimento,
la cosa enlatada, sino sobras y huesos
aun para los más finos canes.
En esa época probablemente no había
tampoco mucha comida ni muchas sobras.
Podemos suponer que el señor está parado
sobre Europa en los años treinta o cuarenta
del siglo del cuchillo afilado
o quizá está en América,
el sombrero no ayuda a definirlo
(y en todo caso eso atañe a la dieta del perro).
Volviendo al señor, salta a la vista
que es paciente y que tiene sentido del humor:
un colérico no acepta las innumerables pruebas
para al fin lograr un único, breve salto,
y a un melancólico le parecen inútiles
el salto, el perro y el hombre que los observa.
Necesitamos, pues, un señor bonachón
y sobre todo con mucho tiempo libre.
El señor, por lo tanto, es relativamente rico
(lo cual resuelve la duda sobre la dieta del perro).
Parece joven, más bien en la franja del «joven aún»,
si es que esa sombra es un bigote oscuro.
Pero lleva un bastón. Quizá tiene alguna dolencia
o todavía ve en él un signo de estatus
o quizá lo lleva sólo para jugar con el perro,
que es, entonces, definitivamente suyo.
¿Y la cámara que toma la foto?
Tomar el bastón al salir de casa
y armarse a la vez de cámara (y fotógrafo)
indica no sólo buen carácter:
a este señor le gusta que lo veamos
ejercitando su paciencia y logrando
un elegante resultado, ese momento
en que al chasquido de los dedos
el animal accede a mostrar su fuerza posible,
su gracia elevada sobre el suelo
y la sombra que tan bien se alía
con la sombra de su dueño.
Todo eso puede ser o no.
El pie de foto sólo dice
que este señor es Alfonso Reyes,
que escribió más de cien libros,
nació hace doce décadas y murió hace cinco.
No dice cómo se llamaba el perro.






* De Versión aérea, Girona, 
Luces de Gálibo, 2010.         


sábado, 12 de octubre de 2013

Sol de piedra

de Héctor Hernández Montecinos



Sol de piedra (†)


Un vidrio de cemento, un árbol de agua
avanzan, retroceden, dan vueltas
y existen:
                                    camino tranquilo
con un párpado que se cierra,
unánime soberanía del cielo
entre el futuro y las ramas caídas,
una mirada que sostiene al sol,
afuera, mundo de luz, vanidad de luz,
color del sonido para un ciego,
un reflejo penetra,

voy sobre mi cuerpo sobre otros cuerpos,
huesos como ruinas
sangre en forma de yedra,
una ciudad me sigue
murallas hechas de pájaros
bajo las nubes detenidas,

los perros beben agua de los sueños,
sombras se despeñan toda la tarde,
una a una se pierden,
se deshacen si se tocan,
busco un rostro, escribo, a solas,
no hay nadie, todo cae,
instantes, recuerdos, días,
piso el tiempo,
piso pensamientos sobre mí,
busco una fecha que sea
mi nacer a la eternidad,

por los alrededores grietas,
columnas cansadas, peñascos manos
como un valle de los muertos
cuelga el vértigo venenoso, tiempo,
flor del relámpago, sal en agosto,
escritura al sol, piedra devorada,
todos los nombres son un sólo cráneo
todos los siglos son una sola noche,
a pulso las letras se desbocan
mientras las ciudades, lo vivido
humilla al horror,

no hay nada, lúgubre bostezo
penetra el instante dentro de sí,
se derrama delirante
vida que indescifrable regresa
en llamas al punto de partida,
hacia el centro con un hacha
fascinante arma gemela de la antorcha,
he olvidado mi nombre, entre los cerdos
se refleja el último sol anegado
de viejas fotos mías:
                                    no hay nadie, cenizas,
pellejo, hoyos y cientos de años
enterrados en una trampa
de la muerte -¿o es al revés:
caer ahí es renacer?
sueño y me sueñan,
son otras nubes, quién fui,
cómo me llamo yo:
                                   
           ¿caminé por esta calle?
ya es tarde, hablando solo,
nombres, plazas, cuartos de hotel,
México, 2009
monumentos arrodillados en la sangre
torres, rascacielos,
huracán de acero y hormigón
para defender la porción de tiempo,
desnudos y enlazados, a la deriva,
ciudades que se vienen de cabeza
en el periódico, mausoleos,
celdas, sepulcros, todo
se transfigura, todo vuela,
cada muerto es nube, cada fosa
es un festín; no hay tiempo,

todo se mueve, y es falso
el último día se besan
gotas de entrañas, comida
de ratones los bancos, el papel,
las armas, el presidente, la negra
dentadura de la democracia,
se derrumba y vemos
al hombre al sol:
soñar es avanzar, si dos luchan
el mundo ya no existe, el agua
es vino, abrir puertas
al fantasma encadenado;

la muerte cambia
si se desnudan dos hombres
dispuestos a castrarse mutuamente,
enamorados de su semejanza,
el delirio, llevar un clavel
en la lápida, mierda abstracta,
flor inexistente,
canto vibrante al sol de soles,
piedra del tiempo, peldaño
sin edad, tú a mi lado, lates,
vuelas pequeño astro,

la muerte no existe
si dos árboles son tribu, flotan,
parpadean
(silencio: la muerte ha regresado
a este poema),
mugido, grito
más fuerte que las ruinas,
lecho interminable, ruido oscuro,
de la boca, llama
todo arde y es humo,

no pasa nada,
vuelvo atrás,
los muertos están clavados
y no pueden volver a morir,
miran sin latidos
desde una vida que nunca fue suya,
no hay yo, despiértame:
                                    cuerpo del mundo,
caigo, abro la mano,
despierto, al sueño de años
un vidrio de cemento, un árbol de agua
avanzan, retroceden, dan vueltas
y existen:


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+ De Héctor Hernández Montecinos, El título de un sueño, Cáceres, Ediciones Liliputienses, 2013.



sábado, 5 de octubre de 2013

Dos poemas de Basilio Sánchez

 Tomados de un libro exquisito...

 

 


El umbral

Dibujo de Curro González
La claridad se agota
sobre los pavimentos.

Poco a poco se nos van las palabras,

se elevan por encima de la línea de sombras
que hay sobre nosotros.

La altura de la mano que sostiene una vela

es la altura del mundo.

Aún no tenemos nada, sólo el vaso de vidrio

que hemos puesto en la mesa, y la esperanza
que hace mover el agua.

Ya todo está tranquilo:

la memoria vuelve verde las hojas;
el frío da reflejos
azules en los ojos; hay una flor oscura,
que todavía no es nuestra, en el umbral.

Un corazón que late vertical en el suelo,

dispuesto a envejecer.

Mi deuda con la vida es este hombre

del tamaño de un puñado de tierra
que ahora escribe.



Paisaje de invierno
 
Dibujo de Curro González
Donde el agua se espesa, una palabra
que se queda en los labios es un hilo de nieve.

Donde la voz se pierde está el secreto

de las manos del frío,
de todas las pequeñas hojas cristalizadas.

Una estrella oscilante se detiene

para la intimidad de la vigilia.
La calle está mojada, el paseante
va pisando la luna bajo la indiferencia de los árboles,
bajo la indiferencia de una noche
que ahora mismo se ordena
sobre las previsiones de sus lámparas. 


Como un faro en lo alto,
la luz en la ventana de una mujer que duerme
ilumina los ojos
de otra mujer que, al borde de la cama,
permanece despierta mientras crece
la sombra de sus manos,
su invisible soledad de otro mundo.

La herida del invierno te ha llevado a creer.


Para entrar en lo blanco, vas a necesitar el corazón.



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De Los bosques de la mirada, Mérida, Escuela de Arte y Superior de Diseño, 2008. Dibujos de Curro González.


Toda la poesía de Basilio Sánchez: Los bosques de la mirada (Poesía reunida 1984-2009), Madrid, Calambur, 2010.